Un relato emotivo y muy revelador
de un día inolvidable para Dylan y Andy.
- I -
Domingo, 26 de diciembre de 2010.
Casa de Dylan y Andy.
Cala Morell, Menorca.
«Me parece increíble. ¿Eres tú, de verdad?», pensó Andy al ver a su padre conversando animadamente con Brennan. A ratos tenía náuseas y se sentía bastante mareada, pero la alegría de tener a Chad en casa, sumada a la felicidad de estar esperando un hijo, equilibraba con creces su balanza interior y el brillo de sus ojos hablaba alto y claro de ello. Pero la ansiedad la estaba volviendo loca. Le costaba horrores estarse quieta, de modo que dejó a Luz jugando con Erin y Shea, y fue hasta la cocina.
Dylan giró la cabeza en cuanto oyó que abrían la puerta. Frunció el ceño al instante.
—¿Voy a tener que atarte a la silla?
Andy se echó a reír. Avanzó hacia él contoneando las caderas mientras interiormente rogaba por que no le diera un mareo y acabara insinuándose desde el suelo.
—¿Atarme? Qué palabra más sugerente, calvorotas. Y dime, ¿qué me harás después?
Ya estaba su chica intentando desviar la conversación, pensó él. Lo hacía porque sabía que, normalmente, le funcionaba. Normalmente. Hoy no.
El irlandés dejó el cuchillo sobre la tabla de picar. Se limpió las manos en un paño, cogió una silla y la puso junto a Andy. A continuación, la tomó suavemente por los codos y ante su sonrisa tierna, la obligó a sentarse. La miró totalmente serio.
—Primero. Quiero que te quedes tranquila y quieta. —Andy hizo el ademán de meter baza, pero Dylan la silenció con un gesto de la mano—. Segundo. Me da igual que tú y todas las mujeres de tu familia y de la mía digan que esto es normal. Serán locuras de friqui o que mi cerebro opera desde la lógica, llámalo como quieras. Pero que te caigas redonda por los rincones no me parece nada normal. —Un nuevo intento de intervenir por parte de Andy fue silenciado de la misma forma que antes—. Y mientras no me lo parezca, te quiero tranquila y quieta. Ya podrás volver a las andadas cuando seas capaz de mantener el equilibrio sobre tus dos preciosas piernas. ¿Nos entendemos?
Andy exhaló un suspiro.
—Te he dado un buen susto, ¿eh? —le dijo con ternura.
Un susto de muerte. Ver a alguien tan vital, tan imparable como Andy, desmayada en el suelo había sido una experiencia surrealista. Aterradora. Algo sobre lo que no pensaba abundar en aquel momento.
—Susto será el que te voy a dar a ti como no me hagas caso. Va muy en serio, Andy.
Ella asintió. Estiró un brazo y tomó la mano del motero.
—Perdona, Dylan… Es que no estoy acostumbrada a sentirme así y me cuesta rebajar la marcha. Pero tienes razón. Mientras me siga mareando, tengo que tomarme las cosas con calma. —Le ofreció una sonrisa seductora—. ¿Me perdonas?
Él se agachó frente a Andy.
—¿Te vas a portar bien?
Ella le acarició el rostro.
—Te prometo que lo voy a intentar —susurró sobre sus labios—, pero tendrás que tener un poquito de paciencia. Esto es nuevo para mí.
—Nuevo e inesperado.
Andy asintió con una gran sonrisa en los labios.
—¡Ya lo creo! Grau debió pensar que estaba loca o algo así… ¡No me lo podía creer!
Dylan asintió suavemente con la cabeza. La noticia lo había tenido tan en las nubes el día anterior, que su cerebro no había podido dedicarle mucho tiempo a pensar. Pero tras una noche de descanso y con la felicidad de padre primerizo ya instalada en su ser, lo había hecho. Y lo primero en lo que había caído era en algo que ella misma había dicho; se habían gastado una pequeña fortuna en métodos anticonceptivos. Ergo, tener un hijo no estaba en los planes inmediatos de su mujer. Conocía cómo funcionaba su mente y de ahí que, desde el principio, hubiera optado por ser claro respecto a sus intenciones y a sus deseos. Lo había hecho con el tema matrimonio y había vuelto a hacerlo con el tema hijos. Al primero, Andy había respondido fijando la fecha y el lugar y sorprendiéndolo. Pero en lo segundo, la sorpresa se la había llevado ella.
—Es normal. Después de la pasta que nos hemos gastado para evitar que te quedaras embarazada… Menuda sorpresa, ¿no?
El problema de que los dos se conocieran tan bien era que no había forma de maquillar la estupidez monumental que acababa de decir. Ella lo había entendido a la primera, de ahí que su sonrisa se hubiera transformado en una mueca extraña, desdibujada. Dylan se arrepintió un instante después de haberlo dicho.
Primero, dejaba temas tan importantes como aquel en manos de su chica, dando a entender que lo que ella decidiera para él estaría bien. ¿Y luego, qué? ¿Cuestionaba el hecho de que, evidentemente, no estuviera en sus planes inmediatos que tuvieran un hijo? Debería coserse la boca, pensó el irlandés.
—Borra eso. Haz de cuenta que no lo has oído o, mejor, que no lo he dicho. Porque hay que ser muy gilipollas para decir algo así y seré muchas cosas, pero gilipollas no. O, al menos, eso creo.
Andy le acarició la barbilla. Una caricia que se extendió hasta su mejilla al notar lo incómodo que se sentía. Su mano permaneció allí, expresando lo que sentía, un largo rato antes de ponerlo en palabras. La gente que había conocido a lo largo de su vida solo apelaba a la verdad cuando servía a sus intereses. Dylan, no. Él y su sinceridad descarnada eran un tándem que siempre había encontrado irresistible.
—Tener hijos no es algo en lo que hubiera pensado antes de conocerte. Mi vida sentimental iba cuesta abajo y con los antecedentes familiares de las mujeres Avery… —Era lo que había pensado siempre, antes de saber que su padre seguía vivo. Y ahora que lo sabía, le resultaba incómodo pensar en Chad de esa forma, de modo que no completó la frase—. Pero desde que te casaste conmigo y te convertiste en padre de Luz, las dos cosas por el precio de una… —bromeó—, desde que he visto la clase de hombre y de padre que eres de la puerta de casa para adentro, pienso que hay que estar loca para no desear tener hijos si su padre es alguien como tú… Y es cierto que un poquito loca sí que estoy, pero no tanto. Hablaremos largo y tendido de esto más tarde, cuando las visitas se hayan ido y yo… —Exhaló un suspiro cargado de ansiedad—. Y yo haya vuelto a ser la Andy de todos los días, la misma, solo que con un padre vivo. Pero ahora quiero que sepas que los anticonceptivos eran una forma de darte tiempo, Dylan.
—¿Tiempo para qué?
—Para que te acostumbraras al peso de mi mochila —repuso con un mohín tristón—. Mi vida es esto; momentos de felicidad que se las arreglan bastante bien para disimular la carga pesadísima que hay detrás. Mi madre, Danny y ahora Luz… Son mi sangre y los quiero con locura. Jamás los abandonaría y por eso me cuesta tanto entender que mi padre lo haya hecho. Pero acostumbrarse a llevarla siempre a la espalda es duro. Lleva tiempo. Solo intentaba dártelo, Dylan, nada más… Antes de empezar a sumar más pesos. Esta vez, propios.
«Sí, desde luego, el tema requeriría una larga conversación», pensó él. Andy no había tenido elección. Al menos, no una elección factible para alguien de ley. En ese sentido, podía entender que ella tuviera una visión tan cruda de sus propias circunstancias. Pero él sí la había tenido. Estar donde estaba había sido su elección. No suponía una carga para él y, por lo tanto, no necesitaba tiempo. No había nada a lo que acostumbrarse. Y si no era lo bastante evidente para ella, entonces, él no estaba haciéndolo tan bien como pensaba. Necesitaban poner las cartas sobre la mesa.
Además, aquel tono de resignación, de derrota en sus palabras, no le había gustado. Y no era la primera vez que lo detectaba; había sentido exactamente lo mismo el sábado de madrugada, cuando en aquel bar de noctámbulos al que habían entrado a tomar algo caliente, ella le había hablado de su preocupación por Danny. Aunque no fuera un tipo dado a «hablar largo y tendido» de nada, definitivamente, los dos lo necesitaban.
Pero aquel no era el momento y, en todo caso, no estaba por la labor de alimentar la ansiedad de Andy, dándole otro tema espinoso en el que pensar.
Dylan se puso de pie y acudió a la insinuación para salir del paso.
—No te preocupes por mi espalda. Está perfectamente. Igual que el resto de mí. ¿Quieres verlo?
Antes de acabar de decirlo, Dylan ya había manoteado el borde inferior de su camiseta, amenazando con quitársela. No había llegado a hacerlo, pero el movimiento había expuesto una porción de piel de su estómago en la que el colorido de su tatuaje de un samurai destacaba tanto como su buena forma física.
Para Andy fue imposible no regodearse en las vistas. Para Dylan fue imposible no alardear de ello.
—Te tengo en el bote. ¡Joder, aún tambaleándote y con el estómago revuelto, me miras y se te encienden todas las luces como si fueras un árbol de Navidad!
Así era. Para Andy, Dylan era el máximo exponente de sus fantasías más eróticas.
Pero no era solo eso.
De hecho, a medida que había ido pasando tiempo a su lado y él...
©️ 2021. Patricia Sutherland
«Un día inolvidable»
(Fragmento)
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