Un relato romántico y divertido
sobre Amy y su «caballero Jedi», el motero Niilo Jarvi.
- I -
Viernes, 31 de diciembre de 2010
En un antiguo hotel con encanto,
situado al sudoeste de Inglaterra.
Niilo comprobó que Amy dormía y cuando estuvo seguro, apartó las mantas, cogió su ropa del respaldo de la silla donde las había dejado la noche anterior y se dirigió al baño de puntillas.
Mientras se vestía a prisa procurando no hacer ruido, era muy consciente de que sus niveles de ansiedad empezaban a estar por las nubes.
No era para menos.
Llevaba una semana desplegando sus dotes de seducción por las noches mientras por el día sorprendía a Amy con un tour por la costa suroeste del país planeado meticulosamente. Pero ambas cosas no eran sino un preámbulo del gran momento, la traca final con la que esperaba encandilarla.
Y el día de la traca había llegado al fin.
Niilo no se molestó en peinarse o en lavarse la cara. No sería necesario ya que todavía no era la hora de levantarse, tan solo era la hora de empezar a preparar el gran momento.
Se puso la cazadora, cogió las llaves del coche y volvió a atravesar la habitación a oscuras, esta vez hacia la puerta. La cerró con sigilo y puso rumbo al ascensor.
Salió del edificio por la puerta que daba a una gran explanada bordeada de pinos dedicada a las plazas de aparcamiento y fue directamente hasta el maletero de su coche. Lo abrió con el mando a distancia y a continuación, se estiró a coger la caja de herramientas que estaba al fondo. Abrió la tapa y cogió el pequeño paquete envuelto en papel de regalo color rojo, decorado en la parte superior con un enorme lazo del mismo color con ribetes dorados y negros. Al sostenerlo en la mano se dio cuenta de que su pulso temblaba perceptiblemente, pero decidió atribuirlo al frío porque era demasiado temprano para empezar a ponerse de los nervios.
Finalmente, se guardó el paquete en el bolsillo del abrigo y tras cerrar el maletero, regresó al hotel dispuesto a meterse en la cama y dormir hasta la hora del desayuno.
* * *
—Último día del año —dijo Amy, acercando su taza de café a la de Niilo, simulando un brindis al que él respondió animado, a pesar de su cara de dormido.
—Último día del año —concedió él con voz gangosa que, a juego con su cara, dejaba claro que andaba corto de horas de descanso.
Amy, en cambio, disimulaba a la perfección que llevaban una semana haciendo turismo y durmiendo casi nada por las noches. Más aún, estaba totalmente espabilada y llena de energía. Desde hacía tiempo, tenía la sensación de que su vida había empezado a cambiar de rumbo con la llegada de Niilo. Había sido un movimiento tan progresivo, que durante los primeros meses le había pasado casi desapercibido. Ya no. Ahora avanzaba a todo gas hacia un futuro que lo incluía a él hasta el punto de compartir casa y se sentía tan bien como nunca se había sentido. Sin dudas. Sin temores.
—¿Preparado para otro día de caminar hasta destrozarnos los pies por los paisajes de postal de nuestro fabuloso país?
Niilo se atoró con el café, se rió a gusto mientras limpiaba el estropicio que acababa de hacer sobre la primorosa mesa del desayuno de aquel hotel con encanto que había escogido para para pasar unas vacaciones con la chica de sus sueños. A Amy le había encantado el lugar, el programa de visitas que había organizado y los rincones magníficos pero poco conocidos donde la había llevado a comer o a cenar. Pero, conociéndola, sabía que lo que más le había gustado eran los morreos que se daban en el asiento de atrás del coche entre visita y visita. Por no mencionar, claro, los entretenimientos nocturnos. Esos eran los culpables de que se estuviera quedando en los huesos; con tanto ejercicio y tan poco descanso, estaba seguro de que en Bristol se dejaría tres o cuatro kilos. En el fondo, lo que los dos necesitaban era pasar tiempo juntos y ver cómo se les daba compartir tantos momentos del día.
Y se les estaba dando de fábula.
—¿Y tú, estás preparada? Ayer casi pude contigo —bromeó a cuenta del dolor de pies que le había provocado.
—¿Con quién crees que estás hablando, monino?
Ella lo miró desafiante y sacó una de sus piernas por el costado de la mesa, mostrándole no solo su muslo tonificado enfundado en un ceñidísimo vaquero, también unas zapatillas de deporte blanco inmaculado.
—Eres una chica de recursos. Hoy sí que vas preparada… —La miró por encima de su taza de café—. ¿Me tocará a mí acabar con dolor de espaldas, pobrecito yo?
Amy sonrió con picardía. Sabía perfectamente a qué se refería. Los dos eran muy afectos a los rincones poco iluminados y la diferencia de estatura ya era de por sí grande sin necesidad de que ella calzara deportivas.
—Siempre puedo trepar…
Aquellos ojos la estaban desnudando, pero a la vez, la acariciaban. A un nivel diferente, sentía como si una manta de tacto muy suave y aroma embriagador la estuviera abrigando. Con Niilo siempre sentía eso; el deseo y el amor, juntos de la mano, como si fueran dos caras de un mismo hombre. Dos facetas inseparables.
—Guaaaaauuuu… —repuso él.
—¿Sabes qué? —Amy hizo repiquetear suavemente la llave de la habitación sobre la mesa. Vio que la mirada del motero se volvía intensa—. Creo que necesito practicar, a ver si puedo trepar bien… ¿Qué tal si acabas tu desayuno y subes?
Todo el cuerpo del motero se tensó al instante. Adiós modorra, adiós cansancio, adiós falta de sueño.
¡Hola, lujuria!
—No tardo —fue toda su respuesta.
* * *
Amy entró en la habitación sonriendo. No fue realmente consciente de ello hasta que pasó frente al espejo y se vio a sí misma reflejada en él. La idea de lo que estaba a punto de suceder entre aquellas cuatro paredes era razón suficiente para la sonrisa radiante que lucía, pero al verse, no pudo evitar pensar que, probablemente, aquella sonrisa llevaba allí desde hacía mucho tiempo aunque ella no fuera consciente de ello. No solo sonreía a cuenta del festín de Niilo que estaba a punto de darse. Sonreía porque lo tenía en su vida. Sonreía porque cuando la mañana siguiente volvieran a Londres, lo tendría en su cama, en su vida, las veinticuatro horas del día. Su sonrisa era consecuencia de cómo se sentía. Y hacía meses que se sentía así; en las nubes.
Satisfecha, dio una vuelta alrededor de sí misma y luego echó un vistazo a la habitación mientras dejaba volar la imaginación. A los dos les gustaba jugar y ella, desde luego, estaba totalmente por la labor de empezar el día jugando, pero jugar requería tiempo y sabía que Niilo había planeado minuciosamente cada escapada y cada visita del recorrido. Necesitaba pensar en algo que él disfrutara especialmente -léase, que lo pusiera de cero a cien revoluciones en un minuto-, que fuera el vehículo para que después los dos disfrutaran a fondo, y que no le robara demasiado tiempo al programa que él había preparado para el día.
Su sonrisa se ensanchó cuando la idea perfecta apareció en su mente. Se puso de inmediato manos a la obra. Solo necesitaba dos cosas. La primera, desnudarse. Lo hizo rápidamente sin dejar de sonreír mientras pensaba que la sola idea de estar a punto de servirse otro opíparo desayuno la estaba poniendo a punto de una forma bestial.
Para lo segundo, necesitaba husmear en el bolso de su chico en busca de una camisa. Entonces, la acosó la idea de que quizás él no hubiera puesto ninguna. No le había visto hacer el equipaje y lo suyo, definidamente, eran las camisetas. Eso sería una lástima porque una camiseta no tendría el mismo efecto sobre la libido de su chico. Lo había comprobado. A él le chiflaba que se desatara los botones muy despacio, revelando centímetro a centímetro su desnudez. Lo ponía como una moto.
«Por Dios, que haya traído una camisa», pensó con creciente ansiedad, inclinada sobre la cama, al tiempo que abría la cremallera de un Samsonite marrón habano.
Un segundo después, lo que estaba buscando pasó a un segundo plano y toda su atención quedó atrapada en el pequeño paquete rojo con un lazo que disparó su imaginación como nunca en toda su vida. [...]
©️ 2022. Patricia Sutherland
«Único en su especie».
(Fragmento)
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