La llegada de un hijo cambia por completo la vida de sus padres, ¡imagínate si son dos! ¿Y qué pasa cuando esas dos nuevas personitas llegan al seno de una familia numerosa, que además cuenta con decenas de amigos?
Momentos de risa, de alegría, otros de total asombro, sorpresas, visitas inesperadas… Y mucha, muchísima ilusión es lo que encontrarás en Días de ilusión, 4, el cuarto de una serie de relatos a través de los cuales me propongo capturar lo que pasa en la vida de Andy y Dylan (y su familia y amigos -moteros y no moteros-, por supuesto) tras el esperado nacimiento de sus mellizas.
En esta entrega, las mellizas Mitchell al fin llegan a casa, escoltadas por un séquito de familiares dispuestos a correr a atenderlas al menor movimiento. Para sus padres, comienza la gran aventura de lograr mantenerse despiertos y funcionales sin pegar ojo por las noches…
Jueves, 21 de julio de 2011
Centro hospitalario,
Ciudadela, Menorca.
Lograr marcharse del hospital les había tomado su tiempo. Cualquier nacimiento múltiple generaba interés y, en este caso, mucho más. La madre de las criaturas era miembro de la familia más importante de la isla y el padre, que ni siquiera era español, era tan conocido como ella por razones que nada tenían que ver con su estirpe. Todos se habían enterado de lo que hacía en la isla el tiarrón de ojos grises, sin un pelo en la cabeza y cubierto de tatuajes hasta las cutículas, mucho antes de saber su nombre.
Dylan y Andy habían tenido que despedirse de todo el personal de enfermería de la planta de maternidad, de las médicas y comadronas y cuando creían que ya habían acabado con la ronda de saludos, se encontraron al personal que había asistido a Andy en el parto, al completo, esperándolos en la recepción. Luz pasaba de unos brazos a los siguientes en una sucesión que parecía no tener fin, y que estaba poniendo bastante nervioso a su tío. Cada vez que se disponía a recuperar a la pequeña, aparecían otros brazos y daba comienzo una nueva sesión de devoción infantil.
Según las normas del hospital, Andy no se marchaba andando, sino en una silla de ruedas. Algo que, en este caso, había aceptado de buen grado, puesto que todavía le costaba enderezarse para andar. Tenía muchas ganas de llegar a su casa y retomar su vida normal. Se sentía agradecida por la atención y los cuidados recibidos, pero estaba harta de lidiar con señoras en bata médica y con sus constantes comprobaciones de todo; de su útero, de sus pezones, de su episiotomía, de sus evacuaciones y cómo no, de su recuento de glóbulos rojos. No quería volver a ver a un médico cerca suyo hasta que le tocara la primera revisión posparto. De ahí, que la despedida del hospital se le estuviera haciendo eterna…
Y que hubiera empezado a notársele.
De no ser por Anna, o por las oportunas intervenciones de Neus, que siempre le tomaban la delantera y devolvían las gentilezas en su nombre, Andy se habría puesto a gritar «¡Déjenme ya! ¡Me quiero ir!», como una niña caprichosa. Su madre iba a su lado, en otra silla de ruedas empujada por Jaume. Neus, como siempre, junto a Anna.
Dylan también tenía ganas de acabar de una vez con las relaciones públicas. Principalmente, por Andy, que parecía a punto de agotar su escasa paciencia. Como padre primerizo, gozaba enormemente de la atención que recibían sus retoños. Como hombre, estaba en la gloria. Estaba viviendo el mejor momento de su vida. ¿Qué más podía pedir? Avanzaba a paso de tortuga, empujando la silla de Andy entre el personal que había formado una pequeño pasillo y no dejaba de felicitarlos, y no recordaba haberse sentido tan orgulloso jamás. Las mellizas iban dormidas en el cochecito de paseo doble, al cuidado de sus abuelos. Y Luz, como siempre, obsequiándole sonrisas a todo el mundo.
En aquel momento, Andy giró la cabeza y le hizo un gesto a Dylan para que se acercara.
—Dime, nena —dijo, inclinándose.
—Por lo que más quieras, sácame de aquí —murmuró ella, poniendo su mano a modo de pantalla para que nadie más que él recibiera su llamado de socorro.
Él sonrió divertido.
—Estás a punto de convertirte en la niña del exorcista, ¿no?
La mirada que ella le dedicó, lo hizo reír. Dejaba claro que el demonio ya había tomado posesión de su cuerpo y estaba cabreadísimo.
—Bueno, señores y señoras, nos vamos —dijo Dylan en menorquín, sacando a relucir su vozarrón. Acaparó la atención de inmediato—. Muchísimas gracias por todo. Volveremos en unos días con las niñas para que vean lo hermosas que están… No es por nada, pero creo que mi mujer y yo hemos dejado claro que cuando hacemos algo, lo hacemos de película, ¿o no? —bromeó.
Y con esas empujó la silla de Andy con decisión, pero no antes de que ella, inesperadamente, decidiera aportar su granito de arena a la broma:
—Una advertencia final: como a alguien —sus ojos recorrieron al personal femenino— se le ocurra decir que «de tal padre, tales retoños», apuntaré su nombre y volveré a ajustarle las cuentas cuando me haya recuperado, ¿estamos? —Sonrió— ¡Adiós, señoras, y gracias por todo!
En realidad, no había sido tan bromista, puesto que la segunda circunstancia de la que Andy estaba hasta el gorro, era de los constantes flirteos y los exhaustivos repasos que le daban a Dylan. Sus ceñidos vaqueros de tiro corto y sus camisetas de lycra despertaban pasiones entre el personal femenino del hospital. Lo entendía, a ella también la «apasionaban», pero estaba harta.
El oportuno comentario de Andy fue recibido con risas y varios intercambios de miradas pícaras, dejando claro que había acertado de lleno.
Dylan, por su parte, recorrió todo el camino hasta el aparcamiento desternillándose de la risa… [Para seguir leyendo «Días de ilusión, 4: Hogar, dulce hogar», registraste o inicia sesión]
©️ 2024. Patricia Sutherland
«Días de ilusión, 4: Hogar, dulce hogar».
(Fragmento)
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