Primer amor




4




     Shannon apartó las sábanas con desgana y bajó los pies de la cama. Veintiséis años. Pesaban como si fueran cien. Hacía más de diez minutos que había sonado el despertador y seguía ahí, juntando coraje para levantarse y salir al mundo.

     Su último cumpleaños la habían despertado con un beso. Le habían llevado el desayuno a la cama: un café, una rosa y de postre, su chico. Shannon miró el otro lado de su cama, el que ocupaba David cuando todavía era su chico.

     Dios, lo echaba de menos.

     Echaba de menos...

     —... la ilusión... —dijo como si pensara en voz alta—. Necesito volver a sentir que lo que tengo en el pecho es un corazón... Dios, ¿cómo puedo sentir este aburrimiento mortal? —respiró hondo, bajó la cabeza—. Y sí, también te echo de menos a ti, te echo de menos, Dave... Ojalá no te hubieras ido.

     Parar el despertador, reptar fuera de la cama y llegar de memoria a la cocina. Meter dos sorbos de café en su sistema y entonces, con tres cuartos de cerebro conciente coger la ropa del armario e intentar despertar la otra cuarta parte con una ducha caliente. Piloto automático total. Así, un día y otro y otro.

     Shannon miró la imagen de su cuerpo desnudo en el espejo y luego, el reloj de la báscula.

     Genial. Vieja, aburrida... Y gorda.

     Se vistió mecánicamente.

     ¿Qué habría pasado si a David no le hubieran ofrecido aquel ascenso en Nueva York? La desilusión en sus ojos... Lógico, cuando le pides a tu novia, a esa con la que sales desde hace cuatro años, que se case contigo, no esperas que se despache con un “¿estás loco? ¿cómo me voy a ir contigo a Nueva York?”.

     Pero no fue hasta ese momento que ella se dio cuenta que ni quería casarse ni quería irse a ningún otro lugar.

     Ni estaba enamorada.

     Lo quería sí, mucho. Se conocían desde chicos pero nunca había estado enamorada de él, y sólo lo supo entonces. Y también cayó en la cuenta de que llevaba años conformándose, cómodamente instalada en la seguridad de saber que volvía a casa y tenía alguien que la quería esperándola, alguien con quien estar. Y anhelando, en el fondo de su corazón, volver a recuperar a esa otra Shannon, la que se emocionaba, y vibraba por amor...

     Pero lo peor de todo había sido volver a ver a Mark. No solamente porque él ni siquiera la recordara, sino por confirmar la dolorosa verdad de que ella definitivamente no era más esa Shannon de entonces: él ya no la hacía suspirar. La ilusión no había vuelto, sólo los recuerdos.

     Y lo lamentaba. Profundamente. Hasta el desamor era preferible a la descorazonadora sensación de que la monotonía de ser adulta había sustituido la emoción de sentirse viva.

     Y preferible al miedo, fundando en la sospecha, de que su vida seguiría igual: confortablemente muerta.

     Si así empezaba el día, no quería saber cómo lo terminaría, pensó Shannon. Llegaba diez minutos tarde. Se encaminó hacia la entrada con tanta prisa que no vio a Mark hasta que casi le dio con la puerta en las narices. Allí estaba él, sonriente, con sus ropas de motorista y sus buenas vistas de siempre. ¿Qué puñetas se le ofrecía ahora?

     —Te buscaba —dijo él, sonriendo. Abrió la puerta del todo para dejarla pasar y esperó que ella lo hiciera, pero Shannon no se movió.

     —Hay algo que se llama teléfono móvil —replicó ella, cáustica. Mark sacó el suyo del bolsillo de la cazadora y se lo mostró, travieso—. Exacto. Veo que ya sabes de lo que hablo. La próxima vez úsalo.

     Mark se apresuró a seguirla dentro del edificio. Le gustaba sorprenderla. Aunque esta vez la sorpresa había sido mutua: ella vestía de negro pero hoy no había pantalones holgados sino una falda de tubo recta, larga hasta los tobillos. Se preguntó si en las caderas que el chaquetón de cuero ocultaba, su falda sería tan estrecha como en los muslos.

     Lo descubrió pronto, cuando Shannon entró a su despacho, se quitó el abrigo y lo colgó en el perchero.

     Era un pecado de mujer.

     Incapaz de quitarle los ojos de encima, Mark se quedó apoyado contra la pared, junto al marco de la puerta, observándola.

     —¿Qué miras? —preguntó ella, desafiante.

     —Te miro el culo —respondió él, con naturalidad—. Es espectacular, pero seguro que ya lo sabes.

     La expresión de Shannon se volvió iracunda. Estaba acostumbrada a que algunos hombres le dijeran cosas, pero no las había esperado de este en particular. De acuerdo, era gorda ¿y qué? No iba provocando por ahí. Y si su trasero le parecía grande, el mundo podía vivir sin sus opiniones.

     —Y tus maneras, espectacularmente groseras.

     Él pestañeó, sorprendido.

     —¿”Espectacular” te parece una grosería?

     Shannon meneó la cabeza, molesta, y se sentó a su mesa. Se dedicó a sacar los expedientes.

     —¿Qué quieres Mark? Tengo un día complicado.

     Él se acercó hasta el escritorio y puso un paquetito cuadrado envuelto en papel de regalo rojo, decorado con un lazo azul.

     —Feliz cumpleaños —le dijo. Se puso las manos en los bolsillos y esperó mirándola, divertido.

     —¿Un regalo? —preguntó. Lo vio asentir con la cabeza sin dejar de sonreír—. Aunque me compres el planeta Marte y me lo plantes aquí mismo, voy a seguir sin creer que vienes por verme a mí —sonrió, desafiante—. ¿Qué quieres, Mark?

     Él se quedó mirándola. Ni hacía el menor gesto de abrir el paquete ni creía que él hubiera ido a verla. Pero estaba allí por ella, ¿por qué le parecía tan imposible?

     —No es Marte. Y no es solamente mío. Lo eligió Matt, lo envolvió Tim. Yo lo pagué y te lo traigo... —dijo, y apartó la mirada un momento. Se balanceó sobre sus pies, hacia adelante y hacia atrás. Finalmente, volvió a mirarla. Era hora de hacer más claras sus intenciones—. ¿Te apetece venir al Beer&Wine conmigo esta noche?

     —No creo que vaya a poder, pero gracias —“graciosillo” estuvo a punto de añadir, pero calló a tiempo.

     "Primera en la frente", pensó Mark. Su sonrisa se hizo más grande.

     —No vamos a estar solos... Viene Gillian y puede que Mandy y Jordan, si llegan hoy.

     Shannon lo miró brevemente. ¿Quería oírlo otra vez? Vale, otra vez.

     —No creo que vaya a poder, pero gracias —cogió un par de expedientes, el regalo y se puso de pie—. Tengo una reunión en diez minutos, ¿necesitas algo más?

     Que dijera que sí. Y saber por qué le daba tantas largas tampoco estaría de más.

     Shannon se dedicó a abrir el paquete. Era una gargantilla de cuentas de madera pintadas a mano. Lo miró sonriendo. —Me encanta, gracias. Luego los llamaré.

     Pero Mark continuaba anclado en el tema anterior.

     —¿Qué sucede? ¿Tienes miedo de pasarlo demasiado bien? —preguntó él. E intentó que la sorpresa de encontrarse diciendo algo tan poco inteligente no se reflejara en su cara.

     Shannon sonrió. Fue casi una risa.

     —Voy a hacer de cuenta que no lo oí —respondió ella, con picardía mientras pasaba a su lado sonriendo y enfilaba hacia la puerta.

     Y en vez de dejarlo correr, Mark se encontró haciendo algo bien distinto: disfrutar de las maravillosas vistas posteriores de esa mujer.

     —Tienes un culo espectacular —repitió, como si pensara en voz alta. Shannon paró en seco y se volvió de frente a él, completamente seria—. Es la novena maravilla del mundo, después de tu cara, claro... Está octava en el ranking ¿sabías?

     Se miraron unos instantes, estudiándose mutuamente. Al final, ella sonrió.

     —Sigue siendo no.

     Mark bajó la cabeza sonriendo. A la pelirroja le había gustado y aunque dijera que no, iría. Iría al Beer&Wine esa noche.

     Shannon detectó la sonrisa. ¿Cómo podía ser tan engreído? Peor para él, porque si contaba con verla aparecer por el bar, la espera iba a ser larga.

     Ni se molestó en decirlo en voz alta. Se dio la vuelta y se alejó por el corredor hacia los ascensores.



* * *


     El día había empezado regular, y seguía preocupante. Hoy, por ser su cumpleaños, también había mensaje de David: una docena de rosas amarillas, una tarjeta y cinco palabras: "te quiero. Por favor, llámame". Cuando Shannon volvió a su oficina, estaban allí, sobre el escritorio.

     De desayuno, Mark Brady y su vanidad. De tentempié, una reunión soporífera con los jefes. Y ahora, David y su "por favor, llámame".

     Eso hizo. Y desde hacía diez minutos intentaba explicarle a un hombre enamorado por qué no podían arreglar nada.

     Sin conseguirlo.

     —Estábamos bien, Shannon. Si esperas que me crea que de un día para otro ya no te interesa ni verme en fotos...

     —No sé si puedo explicarte esto sin herirte... Dave, por la razón que sea nuestras circunstancias cambiaron. Tú vives en Nueva York; yo aquí. Pude haberme ido contigo, pero no lo hice... Y no me arrepiento. Te echo de menos. Y en muchos sentidos lamento que lo nuestro se haya acabado... Pero es así. Y creo que está bien que sea así. Tú te mereces alguien que esté dispuesto a hacer lo que sea por estar contigo, pero esa persona no soy yo. Porque si fuera yo, estaría en Nueva York contigo y no aquí.

     —Fue todo demasiado repentino, nena. Te pillé desprevenida —replicó él, con suavidad.

     —No quiero casarme contigo.

     Shannon escuchó una pausa del otro lado, y al final, su voz masculina y suave.

     —¿Hay otro tío?

     Ella sonrió de mala gana. —No, no hay nadie. Ese es el problema. Que no hay nada ni nadie que me inspire lo suficiente como para hacer una locura, ni siquiera tú. Estoy como anestesiada... Por la piel no me pasa nada. Nada de nada.

     La pausa del otro lado esta vez fue larga. Shannon revisó mentalmente sus palabras: lo último que quería era herirlo.

     —¿Me quieres?

     Dios, tenía que decírselo de una vez. Respiró hondo como juntando coraje y cerró los ojos.

     —No estoy enamorada, Dave.

     —Dime, ¿me quieres? —insistió él, como si no la hubiera oído.

     —Sí, pero no quiero volver contigo.

     —Necesitas tiempo —concluyó él. Shannon meneó la cabeza. No había funcionado, él seguiría intentándolo siempre—. Y yo... Yo te quiero demasiado para no dártelo. Hagamos una cosa, Shannon...

     —¿Qué?

     —Dejémoslo en suspenso dos o tres meses. Tengo unos días libres, me los puedo coger a finales de mayo. Vayámonos donde sea, pasemos juntos unos días, y hablemos. Después, decidas lo que decidas, lo aceptaré. ¿Te parece?

     Volver a hablar después de dos meses para acabar acordando volver a hablar dentro de otros dos meses más... Era como si una parte de ella quisiera soltar la maleta, y cuando al fin lograba que su mente le mandara un mensaje a los dedos para que dejara caer la bendita maleta, la otra Shannon, la que venía aguándole la fiesta hacía años, aparecía de la nada, lista y a tiempo de volver a cogerla...

     No le parecía un buen plan, pero ¿qué podía decirle? La quería, se resistía a estar sin ella...Y a Shannon la cabeza le explotaba. No se sentía capaz de seguir argumentando sin herirlo. Y hacerlo, herir a aquel hombre generoso, iba a ponerle un pésimo final a un día que ya era suficientemente malo.

     —De acuerdo, dejémoslo estar.



* * *


     Podría ir. Presentarse en el Beer&Wine y dejar que Mark creyera que había vuelto a ganar, dejarle creer que ella se lo había tragado. Poner un poco de emoción en un día que había empeorando paulatinamente. Disfrutar viendo la cara que se le quedaba cuando dieran las doce y como en la historia de Cenicienta, la burbuja del “me lo he creído” se convirtiera en otra calabaza más, de las que más le dolían a aquel rubito tan guapo como vanidoso.

     Sí, podría ir y divertirse. Así, al menos, dejaría de pensar por un rato en lo anestesiada que vivía sus días, en lo mucho que echaba de menos a David... En lo pequeña que se sentía cada noche cuando se metía en esa cama que ahora le parecía inmensa, fría.

     Y en lo poco que entendía sus propias emociones últimamente.

     Podría ir, sí, ¿por qué no?

     Tal vez lo hiciera.

     El ascensor se detuvo en la tercera planta y Shannon se dispuso a salir.

     Y entonces vio que su día acababa de empeorar.

     —Cheryl... ¿Qué ha pasado?

     Su hermana levantó la vista. Era Cheryl sí, pero ésta que estaba sentada en el segundo peldaño de la escalera de servicio, rodeada de maletas y trastos, no se parecía en nada a la de siempre. Con el pelo sujeto en una coleta, la cara blanco ceniciento y los ojos hinchados de llorar parecía una caricatura.

     —Está con otra. Quiere el divorcio.

     Lo siguiente fue un llanto desconsolado que se mantuvo, a intervalos, durante horas.

     A Shannon le costó componer la historia que su hermana fue contando durante los intervalos secos. Y cuando lo hizo, no le sorprendió.

     Cheryl siempre había sido la mejor chica de la fiesta y como tal, acabó casándose con alguien por el estilo: Jack Andrews, un jinete de rodeos que había conocido de casualidad en Little Rock. Un donjuán con sombrero de cowboy, tan ducho con los caballos y los toros como con las mujeres. Shannon no necesitaba datos concretos para saber que se la había pegado mil veces en los cinco años de matrimonio. Esa había sido la primera impresión que le había dado cuando los presentaron: la de un hombre infiel por naturaleza. Y ahora, además, la dejaba por otra mujer.

     Pero para Cheryl había sido “una sorpresa”.

     Curiosas cosas hacía el amor. ¿Cómo una mujer tan lista no se había dado cuenta en cinco años que su marido seguía siendo un crío con demasiada testosterona que corría detrás de cualquier cuerpo bonito a la primera ocasión? ¿Sorpresa? Lo que debería sorprenderla es que hubiera tardado cinco años en pedirle la llave para quitarse las esposas.

     La miraba acurrucada en su sofá, abrazándose las rodillas... Le parecía un pajarito que acababa de caerse del nido. Muerta de miedo. Desolada. Y sola.

     —Empezar de nuevo... —dijo Cheryl en un murmullo. Shannon vio que volvía a llorar—. Me canso solo con pensarlo...

     —Hoy no. Ni mañana.

     —De algo tengo que vivir.. Además, me fui con lo puesto.

     Shannon miró el montón de maletas y trastos que inundaban su diminuto apartamento. —¿En serio? —le preguntó burlona

     Cheryl sonrió de mala gana, se llevó las manos a la cara con desesperación. —Dios... No sé por dónde empezar...

     Shannon se movió junto a su hermana mayor y le pasó un brazo por los hombros.

     —Yo te ayudo. Te cambias para dormir y terminas este día horrible de una vez —le dijo mirándola con cariño—. Cuando te despiertes mañana, me llamas y te cuento el siguiente paso ¿te parece?

     Cheryl la miró unos instantes y al final asintió. —Gracias, Shan...

     —De gracias nada, guapa, ya pensaré alguna forma de cobrármelo —dijo al tiempo que se ponía de pie sonriendo y se dirigía a su habitación. Estaba a punto de cerrar la puerta cuando su hermana volvió a hablar.

     —¿Te importa que duerma en tu cama? Quiero decir... contigo.

     Shannon la miró con ternura.

     —No me importa.



* * *


     Ni rastro de la pelirroja. Mark bajó la vista. Hizo girar el botellín de cerveza sobre la barra como si ese movimiento repetitivo tuviera el poder de hipnotizarlo y hacer que cambiara la frecuencia en la que llevaba horas.

     —¿Nos vamos?

     Se volvió hacia la voz sonriendo. Gillian había acabado su partida de billar.

     —¿Quién ganó?

     —Yo, por supuesto, chaval.

     —Guay, aposté cincuenta pavos por ti.

     Gillian le echó una mirada pícara mientras acababa de abrocharse el abrigo.

     —Y yo cien por ti, pero de momento voy perdiendo.

     —Tú no apuestas.

     —Figurativamente hablando, Mark.

     Él se limitó a liderar el camino hasta la salida como si la cosa no fuera con él. Gillian meneó la cabeza incrédula. Mark era un artista: creaba apariencias de realidad como un auténtico maestro ilusionista.

     En el coche, volvió a intentarlo.

     —Es verdad que no puede tener la claridad mental de una mujer de cuarenta porque solamente tiene veintiséis, pero no es ninguna niñita tonta...

     Gillian hizo una pausa para ver la reacción de Mark. No hubo ninguna aparente. Él continuaba conduciendo con la vista en el poco tráfico que había cerca de las once de la noche de un día laborable.

     —Tiene pinta de saber lo que hace... —continuó Gillian—. Y de ti, pasa.

     Acababan de parar en un semáforo. Mark la miró con su expresión inmutable.

     —Son críos —dijo ella sonriendo con picardía—. ¿Esperabas que no se chivaran? Fue lo primero que me dijeron cuando volvieron del cole...

     Él le regaló una media sonrisa burlona y volvió a ponerse en marcha.

     —Así que si te le plantaste ahí con tus buenas vistas y ese regalo “tan cool”... —Gillian hizo una pausa ex profeso.

     —Si me planté ahí, ¿qué? —dijo él al fin sin mirarla.

     Gillian sonrió satisfecha.

     —¿Por qué una chica pasaría de un partidazo como tú? No tiene sentido. Aunque solamente fuera por alardear un rato, tendría que firmar sin pensárselo dos veces. Yo, firmaría —Mark sonrió. Por él seguro que no, pensó, a ella le iban los musculosos—. Figurativamente hablando, claro.

     Él la miró de reojo con picardía.

     —Eres genial, Mark —replicó ella, y le acarició el pelo con cariño—. Debería derretirse porque un encanto de tío como tú le muestre el interés clarísimo que tú le demuestras, peeero... pasa de ti.

     Mark ya no sonreía, conducía en silencio con la vista fija en la carretera.

     —No es normal, averigua por qué.

     Él ya sabía por qué.

     Porque era una cría que todavía jugaba al “pídemelo cien veces y a lo mejor tranzo”.

     Porque sí. Porque tenía cromosomas XX.

     Y la cara más preciosa que había visto en toda su vida.

     Y un culo espectacular.

     Y esos rulos pelirrojos que se moría por tocar.

     Y...

     Por qué-pasas-de mí.

     Mierda.




© 2007. Patricia Sutherland







Primer amor,
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