Amigos del alma




3




Sábado, 8 de abril de 2006.
A bordo de una vieja moto,
por los senderos de un paisaje de postal.


     Gillian echó un vistazo al retrovisor. Entre la polvareda que levantaban las ruedas podía distinguirse claramente el morro de la pickup Ranger de John, y aunque el reflejo del sol en el parabrisas le impedía ver quiénes la ocupaban, podía apostar el cuello —y no perderlo— que los que no hubieran cabido en ella, vendrían detrás, en el monovolumen de Mark.

     —Traemos escolta —dijo ella en voz alta.

     "¿Por qué no le extrañaba nada?", pensó Jason mirando apenas por encima del hombro. Su padre había sido el primero en decirle “es una locura” al saber por qué se le había dado por reparar el motor de una moto que llevaba arrumbada más de dos años. Después de él, habían venido con la misma música su madre, Mandy y cómo no, Mark.

     Y no los criticaba. Gillian era más osada que experta en cuanto a motos.

     —Esos cotillas vienen a divertirse a mi costa...

     En este caso, realmente, venían a divertirse con él. Todos estaban preocupados aunque lo disimularan y no sólo por cómo la lesión afectaría su futuro profesional, sino, especialmente, su autoestima y su ánimo. No estaban acostumbrados al Jason huraño de las últimas semanas y ahora que despacio volvía a ser el de siempre, lo disfrutaban doblemente. Después de todo, aunque lo que había acaparado la atención había sido el accidente, la verdadera noticia para todos ellos, era que después de más de una década, el “hijo pródigo” había vuelto a casa.

     Poco rato después, habían elegido un pequeño prado soleado junto al camino de tierra que llevaba al río y allí, sentados sobre la hierba, charlaban mientras tomaban un piscolabis que había preparado Eileen. Matt y Timmy jugaban con Snow, el Husky de Patty mientras su dueña probaba destreza sobre la moto. Los adultos, milagrosamente al completo, hablaban del jacuzzi que Mandy estaba haciendo instalar en el baño de la planta baja de su recién acabada casa, a menos de trecientos metros de la gran casa familiar, en el rancho.

     Menos Gillian.

     Ella no hablaba. Los miraba, los oía, intentando conciliar en su mente las imágenes de otros momentos similares a lo largo de los años. Era increíble cuánto habían cambiado sus vidas, y al mismo tiempo, lo parecida que seguía siendo su forma de comunicación y lo mucho que disfrutaban de esos ratos juntos.

     Pero cuando sus ojos se cruzaron con los de Jason, Gillian supo que su momento contemplativo estaba a punto de acabar.

     Y así fue.

     —Bueno, por las dudas, cierra la puerta con llave, no sea que uno de estos días te encuentres con invitados —dijo Jason a Mandy, mientras miraba a su amiga del alma—. Igual invita a su paquete de ochenta kilos a probar tu jacuzzi...

     —Gillian sabe que todo lo mío es suyo —dijo Mandy con segundas y al ver la cara de su chico—. Bueno, casi. Jordan es solo mío ¿no, guaperas?

     —Gracias —replicó el aludido con fingido alivio después de darle un beso en los labios—. No creo que pudiera con las dos.

     Mandy, Mark y Jason se miraron y respondieron al unísono un “¡Venga ya!” que puso a todo el mundo a reír. Jason volvió a intentarlo cuando las risas cesaron.

     —¿Y, enana? ¿Vas a decirlo libremente o habrá que tirarte de la lengua?

     —¿Libremente? —contestó ella, haciéndose la interesante—. Las mujeres, libremente, no hablamos de nuestras cosas con otro ser humano, a menos que también se depile las piernas y lleve sostén.

     —Se depila. Este mariconazo se depila —terció Mark socarrón, incapaz de entender que un hombre quisiera eliminar una de sus señas de identidad más características—. Y sostén —miró a Gillian muerto de risa—, con esos pectorales, seguro que si llevara sería más grande que el tuyo... Así que si es por eso, despáchate libremente...

     Todos reían el comentario de Mark; Gillian alucinaba.

     ¿Lo había llamado “mariconazo”? La expresión de Jason era puro desafío cuando habló.

     —Pues, los bíceps los tengo más grandes todavía. ¿Quieres probarlos? Tú haces de jabalina.

     Mark sonrió travieso. En un segundo estaba frente a él cacheteándole las mejillas en broma.

     —¡Cómo picas, tío!

     —Ojo, que también pego —dijo el quarterback apartándole las manos. Mark le dio un par de palmaditas en la cabeza y volvió a sentarse junto a Shannon—. Y tú, enana, déjate de moñas y suéltalo ya.

     —No llevas sostén, lo siento —respondió ella con picardía.

     El turno de preguntas y respuestas se extendió durante varios minutos, salpicado de bromas por parte de Mandy y Mark mientras sus padres miraban con ilusión la interacción entre Jason y su amiga del alma.

     —Y dices que no es moreno —comentó Jason pensativo. Gillian negó con la cabeza—. Pero es buen jinete.

     Ella asintió. Y a continuación Mandy ató cabos de la dirección que estaban tomando las indagaciones de su hermano, y soltó la risa.

     —No me digas que pensabas en Jeffrey...

     —Nunca se sabe —dijo Jason mirando a su amiga con segundas—. Igual el chino mandarín se practica bien en moto...

     Cuando Gillian vio la cara de sorpresa en John y Eileen, empezó a deternillarse.

     —Frío, frío, frío —dijo ella entre risas—. No es Jeffrey, ni Dios permita.

     —Pues, estoy perdido porque con esa descripción en este rancho solo hay una persona —sus ojos se desplazaron brevemente a los de su hermano y volvieron a Gillian—, pero no puedo imaginármelo haciendo algo así.

     —¿Así cómo? —dijo el aludido—, ¿ir de paquete en una moto conducida por una mujer? Hago cosas más peligrosas para mi pellejo todos los días, tío...

     —Por trabajo, no por diversión —apuntó Jason. Gillian bajó la vista hasta la flor de trébol que sostenía en la mano. Ese aspecto de la comunicación entre los dos hermanos tampoco había cambiado nada. Mark era casi tan vanidoso como Jason, y casi tan competitivo—. Lo que no me imagino es divirtiéndote con Gillian.

     —Pues, nos divertimos —replicó Mark—. Bastante, te diré.

     Gillian miró brevemente a Jason. Lo vio asentir con un sucedáneo de sonrisa.

     —Vaya, se ve que en estos años me he perdido más cosas de las que pensaba... —comentó el quarterback.

     Mark, que cuando se trataba de competir con su hermano, no tenía miramientos, se despachó a gusto.

     —Bueno, alguien tenía que mantenerla animada mientras tú estabas ocupado ganando trofeos ¿no?

     —Y alguien va a tener que despertarme como sigáis con este duelo de vanidades soporífero —dijo Gillian poniéndose de pie—. Así que con vuestro permiso, voy a dejar que mis sobrinos postizos se encargen de mantenerme animada...

     Mark la siguió con la mirada mientras ella, cabello al viento, se dirigía junto al gran roble donde Matt y Timmy jugaban con Snow.

     —No nos aguanta cuando nos damos caña —dijo Mark a Jason, riendo.

     —No, no le gusta un pelo —confirmó el quarterback.

     "Ya, menudo farol". John miró de reojo a Mandy. Ninguno dijo nada, pero ambos sonrieron.


     Rápidamente Snow fue sustituida por una pelota que apareció volando desde el monovolumen de Mark y en pocos minutos, humanos y can jugaban una versión adaptada de football. Sin la participación de Jason, quien con el hombro sano más o menos apoyado contra un árbol miraba el juego cual niño un postre que no puede tocar.

     —Consuélate, ya somos dos los que sólo miramos —dijo Shannon, que sentada a su lado, también seguía el juego desde la distancia. Aunque el médico no le hubiera recomendado prudencia al conocer el historial de abortos naturales en su familia, Mark se habría encargado: la trataba como si pensara que podía quebrarse al menor esfuerzo.

     ¿Consolarse? Se sentía un inútil, y como no quemaba energía tenía la sensación de que se pasaba el día sentado sobre alfileres. Y además dolía, el hombro lo estaba matando.

     Y mejor que dejara de pensar en el tema o además añadiría "cabreado" a la lista.

     —Voy a por un Aquarius ¿te traigo algo? —Shannon sonrió, negó con la cabeza—, ¿y a ti, mamá?

     —Un beso —dijo Eileen estirándose hacia su hijo y poniéndole la mejilla, esperando que él hiciera los honores.

     Shannon soltó la risa al ver al quarterback poner los ojos en blanco.

     —¿Como cuando tenía ocho años? —comentó él con segundas después de depositar un beso de ruido sobre la mejilla de su madre.

     Eileen sonrió agradecida, le acarició la barbilla.

     —Como cuando tengas cincuenta, no hay edad para el cariño.

     Jason se limitó a echarle una mirada resignada. Luego se puso de pie con cierto esfuerzo y se encaminó hacia la furgoneta donde estaban las neveras portátiles.

     Enseguida apareció Gillian, sofocada, intentando recogerse el cabello en un moño.

     —¡Cómo se nota el amormamiento invernal, cinco minutos y quedamos de cama! —exclamó echándose de espaldas sobre la hierba.

     —De cinco minutos nada, lleváis media hora haciendo el indio —dijo Shannon riendo.

     Gillian extendió los brazos en cruz, suspiró. El frescor de la hierba y la energía del sol eran el mejor revitalizante para ella.

     —¡Qué gustito! —dijo con una sonrisa haragana en la cara—. Sólo me falta una almohadita y estoy en el paraíso.

     Eileen no demoró ni un segundo en darse por aludida. Se sentó de forma que Gillian pudiera recostar la cabeza sobre sus piernas.

     —¿Te sirve ésta? —ofreció con cariño. Gillian le plantó un beso agradecido y se acomodó.

     Jason sonrió al ver el panorama de aquella enana de bermudas y camiseta de tirantes usando a su madre de almohada. Mil veces, la almohada había sido él. Ella lo llamaba “estar cómoda” pero para él eran, simple y llanamente, mimos. Fuera por su infancia carente de todo, o por lo físicamente afectiva que era, no perdía ocasión de servirse ración triple de afectos.

     Y definitivamente, había ido a buen puerto por esa leña; Eileen era un auténtico surtidor de cariño.

     —¿Ya estás acaparando, enana? Mira que yo también estoy necesitado...

     Eileen y Shannon se miraron divertidas. Gillian abrió un solo ojo y lo enfocó en el musculoso de vaqueros y camiseta azul sin mangas que le tapaba el sol.

     —¿Está malito el nene?

     "Malito no, jodido", pensó pero se limitó a asentir y beber de su bote de Aquarius.

     —Pobrecito —se burló Gillian con una sonrisa traviesa—. Pues hala, busca en tu agenda que seguro-seguro que encuentras enfermera a domicilio.

     ¿Después de la experiencia navideña con Victoria? Ni borracho. El sonido de su móvil interrumpió el pensamiento. Jason lo buscó con la mirada y lo descubrió a un par de metros.

     Y a diez centímetros de la mano de Gillian, que no hizo el menor ademán de alcanzárselo siquiera, no hablemos de atenderlo.

     Con cierto esfuerzo él se agachó y lo cogió.

     —¿Qué? ¿Tienes miedo de que te muerda?

     —Igual explota —respondió ella sonriente.

     Pensaba en Victoria, claro. ¿Qué habría sido de ella, por cierto? ¿Tendría planeada una visita sorpresa y la llamada que había atendido Shannon era sólo para tantear el terreno?

     Él le hizo un gesto burlón, le enseñó la pantallita parpadeante y cuando Gillian vió lo que ponía, soltó la carcajada.

     “Cyndie2-Nash”. ¿Pero cómo era tan bestia de numerarlas?

     Jason atendió aguantando la risa y se apartó un poco para hablar.

     Mientras Shannon y Gillian reían a cuenta de la agenda numerada, Eileen seguía atentamente la evolución de su hijo.

     Había sonrisas y coqueteo. Alguna broma. Y brevedad: pocos instantes después la conversación había terminado y él estaba de vuelta, sentándose laboriosamente sobre la hierba.

     —¿Y? —preguntó Gillian—. ¿La Cyndie número dos de Nashville se dejó o no?

     Él la miró vanidoso.

     —El que no se dejó fui yo.

     Estaba claro, pensó Eileen. Esa conversación había sido demasiado breve.

     —¿Y eso por qué? —dijo Gillian. Se puso de costado, apoyando la cabeza sobre el codo flexionado. Jason vio cómo una sonrisa muy pícara hacía acto de presencia en la cara de su amiga—, seguro que el hombro se pone contento...

     Eileen meneó la cabeza.

     Jamás cogerían el móvil del otro ni se meterían en sus cosas, pero bromeaban sin tapujos de cuestiones privadas. Eso era algo que ni tantos años lejos había podido cambiar. Más aún, Eileen tenía la impresión de que la brevedad del tiempo que pasaban juntos cuando Jason viajaba a Camden había agravado la situación: antes si alguien aparecía, dejaban el tema. Ahora era como si no se dieran cuenta de que no estaban solos.

     —Tendrá que conformarse con una de aquí —respondió él, y bebió otro sorbo.

     Gillian le quitó el bote y bebió sedienta maquinando una idea que tan pronto le cruzó la cabeza, le pareció genial.

     —Pues creo que tengo la solución perfecta —dijo feliz—. ¿Cómo estás para ir a mover el esqueleto al Gato Negro esta noche?

     Una sonrisa radiante contestó por él.

     —Cambió de dueño ¿sabías? —continuó ella.

     Él frunció el ceño. Ella asintió encantada.

     —Ahora es de Beth Folley —movió la cejas sensualmente.

     No hacía falta preguntarle si la recordaba. Beth y él habían estudiado juntos y habían compartido algunas otras cosas aparte de apuntes: el quarterback era su debilidad. Congeniaban bastante bien y Gillian sabía que alguna que otra vez que él había estado en Camden, se habían visto.

     —Ni bien se enteró que estabas devuelta, me llamó para invitarnos a la inauguración. Dice que “te va encantar el nuevo Gato Negro” —añadió.

     —¿A si? —comentó él, su sonrisa vanidosa a punto de tragársele la cara.

     Ella asintió, traviesa.

     Lo que a Jason le iba a encantar era un poco de sexo sin complicaciones. De todas las mujeres que habían salido con él, Beth era la única que disfrutaba el momento sin esperar nada más.

     Y la única lo bastante inteligente de usar a Gillian para llegar a él, en vez de querer ponerle un ojo negro.

     —Aunque tengo que advertirte que tiene un medio socio, medio novio detrás de la barra —dijo Gillian—, pero si quieres puedo distraerlo un rato....

     —Qué detalle de tu parte.

     Ella soltó la risa.

     —Lo que sea por un amigo, ya sabes.

     —¿”Un amigo”? Tu único amigo —acotó, desafiante—. Gracias, no me hace falta que lo distraigas.

     Gillian le sopló un beso.

     Qué genial que él, al fin, estuviera en casa.

     ¡Cuánto lo había echado de menos!




© 2008. Patricia Sutherland







Amigos del alma,
una historia de almas gemelas
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